jueves, 21 de abril de 2011

EL PRIMER EMPLEO





Dos destacados estadounidenses explican por qué lo importante no es lo que uno gana sino lo que aprende.

LA CAMARERA (Patricia Richardson de la cadena ABC)

Estudiaba yo arte dramático en la Universidad Metodista del Sur, en Dallas y me sentía preocupada e insegura de mi futuro. Me preguntaba si sería capaz de valerme por mi misma, así que ese verano decidí hacer la prueba.

Dos amigas y yo nos marchamos a Aspen, Colorado, donde encontré empleo como camarera en un hotel de lujo. No recuerdo cuanto ganaba, pero era tan poco que sobrevivía comiendo espagueti y arroz integral.

Me presentaba en el hotel a las 6 de la mañana, todos los días para ayudar a servir el desayuno, y una vez que terminaba, me ponía a limpiar el comedor y luego las salas de conferencias y los baños del vestíbulo. Nunca había entrado a un sanitario de hombres, y me aterraba la posibilidad de que uno abriera la puerta y me encontrara allí de rodillas, fregando pisos y escusados.

Provenía yo de una familia de clase media acomodada, y los amigos de mis padres siempre me trataron bien. Pero cuando trabaje de camarera, descubrí que muchos de los huéspedes de mi estrato social no eran precisamente amables. Fue un trago muy amable para mí.

El desayuno era de tipo buffet: se suponía que la gente debía servirse sus platos. Mi tarea consistía en recorrer el comedor y llenar las tazas de café y los vasos de jugo cuantas veces me lo pidieran. Pero algunos esperaban que yo hiciera todo. Recuerdo a un hombre que me estuvo ordenando que le llevara sus alimentos a la mesa y exigiendo platos que no figuraban en el menú. Aunque me daban ganas de decirle que fuera a servirse él mismo, sabía que callarme la boca y llevarle con amabilidad lo que me pidiera era parte de mi trabajo.

Con todo jamás he olvidado lo que se siente cuando le hablan a uno con tanta descortesía. Hoy día siempre que viajo en taxi o que alguien me atiende, trato de ser respetuosa.

Los empleos en la rama de servicios no son fáciles y se dificultan más cuando la gente trata a los empleados como basura.

Mi primer empleo también me ayudo a adquirir más confianza en mí misma. Después de ese verano me percate de que no era a la actuación sino al fracaso a lo que en realidad le temía. Comprendí que sería peor fracasar sin haber hecho un verdadero esfuerzo, así que decidí dedicarme en cuerpo y alma al teatro. Si fallaba al menos sabría siempre que había puesto lo mejor de mi parte.

EL EMPLEADO DE PERIODICO (Roberto Suarez de “El Nuevo Herald”)

Dos meses después de mi llegada a Estados Unidos, un sobrino mío me telefoneo para decirme que el Herald estaba contratando gente.

-¡qué es el Herald?-pegunté.

El tampoco lo sabía pero propuso que lo fuéramos a ver.

Cuando llegamos al edificio del Herald de Miami, nos dimos cuenta de que se trataba de un periódico. En la calle aguardaban otros cientos de refugiados de la Cuba de Castro que al igual que yo buscaban empleo.

En la Habana había tenido diversas ocupaciones, pero huí de allí con cinco dólares en el bolsillo y un pequeño talego de lona y un poco de ropa. A mis 32 años y con una esposa y 8 hijos que mantener, tuve que volver a comenzar desde cero. Nuestro único ingreso eran los 100 dólares que cada mes recibíamos de un centro de ayuda a refugiados, pero yo odiaba aceptar limosnas.

Me emocioné cuando por fin vocearon mi nombre para ocupar un puesto temporal en el periódico. Me contrataron con un sueldo de 1.56 dólares por hora, y me dijeron que debía permanecer de pie delante de una cosa que llamaban máquina insertadora. El aparato giraba sin cesar e iba dejando caer folletos publicitarios y secciones especiales entre las tiras cómicas. Yo tenía que alzar los juegos de pliegos y, usando manos y brazos, acomodarlos hasta formar con ellos un rimero ordenado.

Así lo hice durante las 10 horas siguientes, y al terminar mi turno a las 5 de la mañana me dijeron que regresara en 5 horas si quería seguir trabajando. En casa mi esposa me envolvió los raspados e hinchados antebrazos en trapos con hielos y dormí 3 horas. Luego volví al Herald y me forme en una fila, hasta que me llamaron para comenzar otro turno de 10 horas.

Durante las semanas que siguieron, me presente en el periódico todos los días, con la esperanza de que me dieran trabajo. Pero no siempre voceaban mi nombre, y tenía que marcharme de nuevo a casa, decepcionado. Sin embargo, cuando recibí mi primer cheque de 30 dólares fue como si me cayera maná del cielo. Mi esposa corrió a comprar varios litros de leche para los niños, que habían enflaquecido por beber solamente leche en polvo.

Tres meses después tenía ya un puesto fijo de cinco días a la semana. El momento de mayor orgullo que viví en Estados Unidos fue cuando escribí una carta al centro de ayuda a refugiados para decirles que ya no iba a necesitar su ayuda.

Me gane ese puesto porque todos los días, durante tres meses, me presenté puntualmente en el periódico dispuesto a trabajar con ahínco y cuantas horas fueran precisas. Los 5 primeros meses que pase en Estados Unidos fueron la época más difícil d mi vida, pero al mismo tiempo la más satisfactoria. Solo cuando me vi sin nada comencé a apreciar plenamente lo mucho por lo que debía sentirme agradecido: la libertad, la familia, los amigos. Gracias a esa experiencia, no he vuelto a dar nada por sentado, ni siquiera hoy.